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Bronca leche bronca

Por Raquel Díaz Monterrubio

Mi madre y mis tías (Mamá, Cosi y Meme, en sus denominaciones comunes) que como equipo maternaron mi vida, la de mi hermano, mis primas y algunas personas más, me cuentan sobre la repulsión a la leche que desarrollé muy temprano en mi vida. Mamá sufría, pues su retoño rechazaba su leche la mayor parte del tiempo que me amamantó. No hubo más opción. Por recomendación médica, empezaron a proveerme de pequeñas probaditas de nuevas comidas en sustitución, argumento también para mi glotona personalidad.

Instalados en un municipio del Estado de México, el lechero llevaba su producto a domicilio al menos cada tercer día. ¡Oh sufrimiento por la mañana y por la noche! No lo arreglaba ni el pan dulce, ni la miel. El azahar lo hacía tolerable y el chocolate estaba fuera de la cuestión, pues en casa se toma de forma estricta con agua (pues, de otro modo, deja de ser saludable de acuerdo con la tradición y lógica familiar).

La leche que llegaba a casa era bronca y debía pasteurizarse, proceso que dejaba siempre nata flotante. Deleite para algunos, como Meme, que le encantaba con una concha, retortijón inmediato al estómago para mí. A veces podía verse la grasa, como aceite, al hervirse. Construí todo un corpus de razones, que me parecían lógicas, para intentar evitar tomarla. Irónico para mi lado paterno, de herencia ganadera de la costa chiapaneca.

En la década de los noventa aún existía el paradigma nutricional de la leche de vaca como la principal fuente de calcio para la población infantil. Hoy en día, existe un debate importante sobre su utilidad en el crecimiento, el fortalecimiento de los huesos y su relevancia en la dieta.  Aquí aflora mi sospechosismo sobre las “asociaciones” y núcleos de conocimiento, que indican lo que es bueno y malo para comer, sobre los patrocinios que vienen acompañados de políticas públicas que traman la disponibilidad de productos en las ciudades del mundo. Ante esta realidad, en la que mi crecimiento y fortaleza estaban determinadas por mi consumo lácteo, se entenderá que no era una opción dejar de forzar el vaso.

Lo cierto es que Cosi en su infinita sabiduría notó que, aunque la leche no me pasaba, compensaba todo ese “calcio”, recomendado por la Asociación Mexicana de Pediatría, con mi amplísimo consumo de queso. Afortunados también de crecer con quesillo que hacían en el rancho de Don Diego, el lechero de Tonanitla; con el doble crema chiapaneco de celofán rojo, que siempre nos mandaban de Tonalá y que consumí vorazmente con pictes, huevo, entomatadas y casi todo lo que se me pusiera enfrente. El queso Cotija botanero que mi padre saboreaba con una cerveza fría y que freía como un manjar para nosotros. La crema, o más bien la mantequilla para los turulos, solita en las tortillas, con su acidez especial.

Ahora, en mi adultez, he tenido un reencuentro con la leche, pero no con la bronca del compadre Diego, sino con la industrial de Tetrapak. Luego de un periodo de adaptación estomacal, he consumido leche industrial que me hace mirar atrás a pensar en qué era lo que me parecía tan indeseable de esta bebida. Entiendo que este producto no es el alimento que me servían, cada noche, con una microdosis de café hace más de 20 años y que la ingeniería alimentaria añade vitaminas y azúcares para estandarizar y consolidar su gusto, para ser más atractivos para su nicho de mercado, así como legitimar su importancia nutritiva (aunque recuerdo una leche comercializada con el apelativo “Kids” con la que intentaron también convencerme y que solo empeoró la situación).

Aunque es difícil conseguir leche de vaca no industrializada en la CDMX, existen algunos proyectos como La Ordeña , El Tapanco y Rancho Cuatro Encinos que, desde un respeto al terruño y a las vacas, como seres vivos de cuidados y ciclos específicos, le han demostrado a mi paladar que la leche real de vaca no es una emulsión imbebible, sino todo un sistema que requiere también de mesura.

La década en la que vivimos me reprochará este nuevo gusto adquirido, con argumentos fundados desde la conciencia de la explotación animal, hasta la huella de carbono de la ganadería. Sin embargo, tengo un aprecio construido por prueba y error, además de una conciencia de responsabilidad de consumo y trazabilidad.

No dejo de cuestionar que la ingesta de la leche de otro mamífero pueda resultar una acción humana extrañísima que, sin embargo, habla de una relación histórica con el entorno, la ecología y las fuentes de alimento.

Pensando en esto, merece la pena aproximarse a la película “First cow”, de Kelly Reichardt, un drama sobre los primeros migrantes en Norteamérica en el que el nudo principal es la primera vaca del asentamiento y lo que significó para estas personas en sus distintas realidades. A colación también se habla de la migración y apropiación de alimentos. Esto me hace pensar en la ganadería del país y en mi historia familiar a través de los cebús y las holsteins.

Tengo esporádicamente un litro de leche en casa que se consume en preparaciones de comida y las menos veces, bebida. Hay siempre queso en el refrigerador. Una malteada de vez en cuando. Y sueño con probar cognac con leche ordeñada directo en un cuenco, como le tocó de las manos de mi bisabuelo a mi papá, para tomarse solamente en ese momento: “que dé la vaca y aunque patee”.

Para saber más:

Sobre Raquel:

Díaz Monterrubio, Raquel (amuleto-nombre del lado materno). Adherido a raíces texcocanas y, probablemente, poblanas, precedida de “cocineras de casa grande”, conjugadas con la curiosidad gozosa de paladar y apetito, de genética paterna, de las costas chiapanecas.

Adoptada chilapeña, chilanga de todo lo anterior. Formada en Estudios y Gestión de la Cultura en el Claustro de Sor Juana, ha dedicado más de una década a la investigación y promoción del mezcal tradicional de la montaña baja de Guerrero como parte de un sistema de cultura alimentaria. Cree profundamente en la comunidad y arte para aprehender la realidad inmediata.

Instagram: @magueyitodeciudad y @eltigremezcal

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