Por: Vanessa Villegas Solórzano
Atesorar palabras relacionadas con lo alimentario ha sido parte fundamental de mi relación con el mundo. Todavía conservo un libro de cocina para niñes publicado por Unicef que recogía preparaciones de diversos países y con el que me deleitaba por un lado tratando de hacer las recetas y por otro aprendiendo las palabras que nombraban a los ingredientes que yo conocía con otros vocablos. Esta publicación había sido traducida en España así que las papas eran patatas, los camarones eran quisquillas, el jugo de limón era zumo de limón, la crema de leche era nata, el maní era cacahuete y los bananos eran plátanos.
La tele aportaba lo suyo. Ante la escasa oferta de televisión nacional en Colombia, la del cable recogía contenidos producidos México para la audiencia latinoamericana en Estados Unidos además de varios canales peruanos. Sin percatarme demasiado, gracias a la programación de lo que entonces se llamaba antena parabólica, en la que eran tan abundantes los canales peruanos que muches le decían «perubólica», yo iba colectando sinónimos, maneras de nombrar cosas en otras regiones.
Trato de encontrarle una lógica a esta obsesión que me define. Crecí en Medellín, una de las ciudades más conservadoras de Colombia, aferrada a sus tradiciones y costumbres en donde todas las expresiones de cultura local son valoradas como si fueran lo mejor que existe, en tanto aquellas que vienen de afuera en muchos casos son calificadas como malas, defectuosas e incluso peligrosas. Nunca dan la talla, nada alcanza a ser tan bueno como lo local. Conocer los diversos significados de las palabras que yo usaba en la cotidianidad o saber que eso que en mi región se llamaba de una forma y en otro lugar se nombraba distinto, me abrió las puertas para aprender. Al mirar hacia atrás entiendo que, puesto en relación con mi entorno cercano, mi pequeño universo léxico traspasaba fronteras y tejía relaciones con culturas distintas a la mía, sobre todo gracias a la comida.
Una torta no es una torta
Las palabras pesan y pesan más cuando expresan ideas que giran alrededor de la identidad, de nuestra identidad. La comida hace parte de ese entorno que nos define, que le pone lentes a la manera en que miramos. Lo que nos gusta comer, lo que disfrutamos, los alimentos que conocemos delimitan una zona segura en la que sabemos movernos y actuar.
Soy colombiana y vivo en México. Tenemos tanto en común, tantos lazos que mantienen un vínculo cultural poderoso, profundo; referentes que nos hacen sentir a gusto y como en casa pese a las diferencias sustanciales. El lenguaje también nos une y nos separa. En unas palabras como fútbol y futbol, fríjoles y frijoles la distancia es de apenas un acento. Y a pesar de ello he leído todo tipo de acusaciones sobre el mal uso de la lengua que se habla aquí o allá simplemente porque nos cuesta trabajo entender que lo diferente no es sinónimo de error, todo lo contrario, es riqueza. En una verdulería en Bogotá, por ejemplo, escuché a un vendedor exigirle a una compañera venezolana que aprendiera a hablar español. Esto ocurrió mientras ella contaba a una clienta del establecimiento que en su país el plato tradicional tenía caraotas, es decir fríjoles, frijoles, porotos o habichuelas.
Volvamos a la televisión. Gracias a que el Chavo del ocho quería una torta de jamón en muchos países de América latina supimos que lo que en México se llama «torta» podría describirse como un sándwich, un sánduche que en Perú se escribe y pronuncia sánguche y que en otras regiones también se conoce como emparedado. Lo supimos por la tele. Sin embargo la cotidianidad del uso es tan lejana para quienes no somos de México que se requiere de un enorme esfuerzo y de buena lectura de contexto saber de qué está hablando alguien de este país cuando menciona «una torta». Y fallamos. Porque esta acepción de «torta» que es clarísima para las personas de México y quizás de algunas partes de Centroamérica, no lo es para el resto de hispanoparlantes. De hecho, fuera de México torta bien podría designar un pastel, un amasijo o pan que puede ser dulce o salado y también es un vocablo utilizado para nombrar una croqueta. No un sánduche. Cuando yo, colombiana de Medellín digo torta, por ejemplo, me refiero a un pastel, un panqué, un ponqué, un budín, a una masa horneada, esponjosa, dulce, que sale de un molde y bien serviría para celebrar un cumpleaños.
En la educación occidental nos han repetido hasta la saciedad que la verdad es una, única e indivisible y en ese sentido las palabras deberían designar objetos sin riesgo a equivocaciones. Bajo esta lógica las palabras que usamos en nuestro entorno son «correctas» y cualquier otra forma debería contener un error o uso desviado fuera de la «norma». Con esa idea de verdad construimos nuestra identidad, nuestras certezas, lo que nos da seguridad. Pero la realidad nos muestra otra cosa. Basta con poner a prueba un término como «torta» que usamos de manera habitual y con confianza en un hábitat más o menos cerrado. Traspasado ese círculo, lo que creíamos que enunciaba una idea de manera certera y eficaz se convierte en un reto de la comunicación, tal como ocurre con «torta de banano».
Panqué de plátano
Al comienzo de la pandemia cuando las cuarentenas parecían ser la única manera de contener los contagios y pasábamos horas en casa tratando de acomodarnos a las actividades virtuales, muchas personas buscaron sosiego en la cocina. Una de las recetas más buscadas fue la torta de banano justamente porque su preparación es sencilla, los ingredientes son fáciles de conseguir y su sabor apela a esa sensación de tranquilidad que se conoce como «calor de hogar».
¡Alto! Dije torta de banano. Acá yo debería aclarar en español de qué país estoy hablando, porque en el de México una torta de banano sería algo así como un plátano metido dentro de un pan. Sí, por absurdo que parezca en el resto de América latina, en México hablar de una torta de banano sería eso: ¡un sánduche de banano! Sin embargo, en español de Colombia una torta de banano señala lo que en México se conoce como panqué de plátano y en otros lugares como pan de banano, entre muchas posibilidades. Para sumarle complejidad a esta baraja de sinónimos hablar de torta, pastel o pan de plátano podría resultar ambiguo y confuso porque la palabra plátano tampoco designa unívocamente a la misma fruta.
Acá entramos en el segundo problema del enunciado: ¿plátano? ¿banano? ¿banana? ¿De qué fruta estoy hablando? ¿De la que se come cruda o de la que se cocina?
Plátano, ¿cuál plátano?
Quizás la pregunta más indicada para esclarecer de qué plátano estamos hablando sea: ¿estamos hablando de la fruta que se come cruda o de la que se cocina?, pues en el mundo hispanoparlante no hay una única manera, mucho menos una forma que podamos llamar «correcta» para nombrarla sin riesgo de caer en malos entendidos.
El punto de partida podría ser el uso de la palabra en la Península ibérica, pues de ahí se derivó el uso en este lado del Atlántico. Una vez cruzó el océano la referencia ganó en diversidad, complejidad y significados.
Podemos seguir con las aclaraciones y mientras más indaguemos vamos a encontrar nombres bellísimos incluso poéticos, vocablos raros, variedades desconocidas en nuestro entorno, recetas nuevas, coincidencias inimaginables y por supuesto, nos enfrentaremos a un sinnúmero de confusiones. Enredos lingüísticos que enriquecen nuestro idioma con las palabras que utilizamos para designar a un alimento que nos importa y que es parte fundamental de la identidad de este continente.
Lo que nos importa
Vale la pena aclarar que los plátanos, tanto los que se cocinan como los que se comen crudos pertenecen a al género botánico Musa sp. La historia de este alimento en el continente americano está fuertemente vinculada con la resistencia de la población afrodescendiente esclavizada. Esa historia la pueden escuchar con más detalle en los dos episodios del pódcast Carreta de recetas sobre el plátano. Los casi cinco siglos de historia del género Musa sp. en este lado del Atlántico están ligados a aspectos tan importantes como la soberanía alimentaria, la libertad y la identidad.
Y como lo había anunciado antes, las palabras son parte de la identidad. Si bien el español funge de lengua común, cada territorio fue enriqueciendo la manera de nombrar las cosas de acuerdo a las formas que tenían sus habitantes antes y a partir de la llegada de los colonizadores españoles, quienes, vale aclarar, no eran un bloque idéntico. La gente de la Península ibérica era diversa y traía herencias tanto moras como judías, entre otras. En América a las múltiples lenguas indígenas del continente y al español se sumaron algunas formas y costumbres de las diversas olas migratorias que incluyeron, por supuesto, a las personas esclavizadas que provenían de distintos lugares del África, las migraciones asiáticas que en muchos casos llegaron como fuerza de trabajo esclavizada y los grupos de migrantes de origen europeo y asiático que buscaron en este continente un lugar para comenzar de nuevo. Capa sobre capa América latina y el Caribe fueron enriqueciendo sus culturas y por supuesto, engrosando el diccionario de acuerdo con su realidad.
Como lo mencioné, en la Península ibérica el plátano solo se come, de preferencia, como fruta fresca, entonces la palabra plátano tiene allí un significado casi unívoco. Sin embargo, al llegar a América y el Caribe no solo hubo más riqueza léxica gracias a las lenguas originarias y de los diversos grupos migratorios, sino que su uso se extendió debido a la oferta de diversidad biológica: en este lado del Atlántico se cultivaron y aprovecharon no solo los plátanos que se consumen como fruta cruda, sino aquellos que se cocinan, ya sean verdes o maduros. Así, en muchas regiones, particularmente en donde había más parientes del género Musa sp., la palabra plátano se hizo insuficiente para nombrar un alimento tan importante cultural y nutricionalmente hablando y que además ofrecía un maravilloso abanico de posibilidades en la cocina. En América latina y el Caribe las palabras cambiaron y los significados crecieron porque fue necesario recoger la diversidad biológica y de usos que designaban: la realidad de cada lugar terminó modificando el lenguaje y ajustándolo para nombrar diferencias y aspectos que ante los ojos peninsulares resultaban irrelevantes e incluso invisibles.
Me refería a una torta de banano
Una torta de banano puede ser entonces un sánduche de banano, un pastel de plátano, un pan de cambur, una croqueta de guineo… depende de quién enuncie y de la persona que reciba el mensaje. Pero, y este pero es importante, si bien las palabras buscan crear conexiones, expresar ideas y tejer lazos, el vocabulario que usamos es reflejo de quiénes somos y de cómo observamos.
Al escoger «una torta de banano» como fórmula para expresar una idea que quiero comunicar hago una elección que me define, que delimita mi contexto, mi cultura y señala el lugar que ocupo. Es una decisión lingüística que responde una pregunta sobre mi identidad e interpela a mi audiencia sobre la suya: ¿estamos hablando de lo mismo? ¿Lo que digo tiene sentido en tu contexto? ¿Cómo le dicen en tu región? Pero, como en el caso del plátano o de la torta, las palabras también son capaces de dejar en evidencia las cosas que se nos escapan, las que queremos evadir o aquellas que en nuestro contexto no han sido nombradas.
Entonces, pese a que los prejuicios nos indiquen lo contrario, las palabras no son buenas ni malas, mejores o peores, verdaderas o falsas, bellas o feas. Las palabras están tan vivas como la vida misma y son reflejo de nuestra realidad, de sus transformaciones, riquezas y falencias. Reconocernos en ellas y en las diferencias que puedan señalar es entender que son una herramienta poderosa para ampliar horizontes, ver desde otras perspectivas y por supuesto, para transformar la realidad con aquello que antes no podíamos nombrar simplemente porque no lo conocíamos. Así que la próxima vez que sintamos el impulso de corregir a alguien, debemos considerar primero en lo que esa corrección diría sobre nosotres.
[1] La usan recientemente por influencia de las migraciones latinoamericanas, africanas y del Caribe.
Foto de portada e imagen de nombres del plátano: Mariana Castillo.
Ilustración de Carreta de recetas sobre el plátano: Diego Corzo-Rueda.
Sobre la autora:
Filósofa de la Universidad Nacional de Colombia con maestría en gestión de proyectos y políticas culturales de la Universidad de Barcelona. Editora independiente y podcastera. Ha sido parte del equipo editorial y de redacción de revistas de cocina, arte y cultura.
Desde 2014 tiene un blog llamado «Carreta de recetas» dedicado rescatar esas historias de vida que acompañan a las recetas y en mayo de 2020 lanzó el proyecto de pódcast con el mismo nombre, «Carreta de recetas» un programa dedicado a temas de cocina, género, política y cultura.
Instagram: @carretaderecetas
Correo electrónico: manesita@gmail.com
Escucha los dos episodios de Carreta de Recetas sobre el plátano:
Otras historias de “Voces amigas”:
2 Comentarios
Me encanto tantas palabras evocadoras de dulces momentos, trabaje en el Urabá Antioqueño en Colombia, y me recuerda esas enormes plantaciones de banano, hermosas por cierto, también el racimo de bananos que nos regalaban los campesinos, cuando hacíamos brigadas de salud. También las grandes jornadas de trabajo de las personas. Muchas historias….
Gracias por leer a Vanessa, Isabel, también te agradecemos esa imagen tan hermosa de los regalos de los campesinos. Saludos.