Por Mariana Castillo Hernández
Ser cocinera es suficiente, digno e importante. Comencé a pensar en escribir esto públicamente porque hace unos meses, en un evento con varias cocineras en un viaje de prensa al que fui, una de ellas expresó, como parte de su presentación ante el público, que ella no estaba certificada como «cocinera tradicional». Sonaba apesadumbrada, como si estuviera apenada por eso. Cuando acabaron las palabras al micrófono, me acerqué a decirle que su valor no dependía de una certificación. Después, mientras el evento seguía, platicamos y conmovida, me agradeció esas palabras. Una compañera suya, también cocinera, le dijo «yo tampoco estoy certificada y sigo sabiendo lo que sé». Se acompañaron, se abrazaron y se enorgullecieron juntas en un ejemplo comunitario que parece simple, pero es poderosísimo.
Y es que a las cocineras las validan socialmente sus comunidades, sus grupos, sus lugares de trabajo, otras compañeras, e incluso, personas fuera de su lugar de origen o desde, ellas mismas, puede venir ese reconocimiento porque el hecho de ser cocinera per se, sin apellidos y calificativos, es valioso.
No necesitan forzosamente que el estado las certifique para ser lo que son después de años de trabajo o que personas de sectores económicos acomodados les den validez para seguir haciendo lo que hacen. Tampoco requieren que en algún concurso de «magnánimos» jueces (que, a veces, ni conocen sus lugares de origen, mucho menos, su cultura alimentaria) les juzguen y les premien para que tengan valor o que se ejerzan las reglas del juego de las Olimpiadas de la tradición, es decir, que algunas personas empiecen discusiones de qué es «más» o qué es «menos» tradicional.
Tampoco es preponderante que las personas que trabajamos en la difusión sobre alimentación, ya sea personas investigadoras, periodistas, influencers, productores de medios audiovisuales y un largo etcétera, seamos quienes demos el visto bueno a su trabajo: muchas veces personas increíbles no tienen los reflectores porque no tienen las relaciones necesarias con personajes mediáticos. Urge que pensemos cómo ejercemos el rol que tenemos y lo que provoca.
También pueden haber pros, pueden
Añado, y porque hay que ver todas las caras de la luna, que es innegable que las certificaciones pueden (así en el verbo como posibilidad, no como certeza porque los factores son infinitos) ofrecerles otros conocimientos cuando tienen espacios en los que venden comida al público.
Asimismo, se sabe que es importante el intercambio de saberes constante, además de que aprender puede ser benéfico para la creatividad, y que estos reconocimientos, en algunos casos, sí pueden darles acceso a otras ganancias económicas para sostenerse y a espacios sociales que otorgan otro tipo de visibilidad. Pero, también hay dinámicas sociales que suceden en libertad sin el rayo turistificador del estado ni el privatizador de intermediarios.
Un análisis discursivo y algunas fuentes de interés
En realidad, mi reflexión versa, sobre todo, entorno a las maneras discursivas, materiales y simbólicas de cómo suceden estas certificaciones, concursos y enseñanzas y quienes las ejercen, pues en más de una ocasión, se realizan desde una lógica colonialista y destacando las habilidades de éxito individual desde la narrativa del prestigio y lo que es «mejor». Debido a los procesos de patrimonialización, estas son situaciones que han tenido un incremento exponencial (ya he escrito al respecto antes sobre los lados B de las declaratorias y sus diversas consecuencias que siguen en efervescencia).
Mi análisis también proviene de notar que se intensifica la dicotomía expresada por diversos actores de poderes variados entre las palabras «gastronomía tradicional» vs. otras cocinas modernas y los conceptos «alta gastronomía», «fine dining» y más. Esta contraposición de términos sostienen un tipo de clasismo culinario que ejerce una innecesaria diferencia entre los unos, poseedores del Saber Creativo (así en mayúscula, como si fuera una marca), y los otros, sobre los que se asume que «necesitan» aprender e integrar «lo nuevo» porque «lo tradicional» se asume como «estático» o «poco creativo o profesional». La realidad es que ambos coexisten sin la necesidad de usar esas jerarquías de valor porque sus funciones sociales no son las mismas.
Me detengo aquí para darles contexto y fuentes útiles para dialogar sobre este tema que no es sencillo, con el fin de no quedarnos en la alacena de las anécdotas y la opinología: Yuribia Velázquez, investigadora de la Universidad Veracruzana, escribió «La comida de pobre. Relaciones de poder, memoria, emociones y cambio alimentario en una población de origen indígena» y en este texto académico pueden encontrar más para intentar entender mejor lo que aquí conversamos y expongo:
«Para comprender cómo ha operado el proceso colonial en la desvalorización de los alimentos indígenas tradicionales que llevó a la construcción de la comida de pobre en México, es fundamental analizar la existencia de procesos de subordinación que han afectado a los pueblos indígenas desde la invasión europea hasta la actualidad (…) El concepto de colonialidad hace referencia a un proceso histórico de paulatina imposición simbólica, enfocado en lograr la aceptación acrítica de los imaginarios y las relaciones intersubjetivas generadas y prescritas por las sociedades que detentan el poder; implica la aceptación acrítica de un estilo de pensar, de vivir, de sentir que toca más allá de lo político e integra, incluso, la producción de conocimiento (Quijano, 1997). Ante la complejidad de estos procesos, para los términos del presente escrito se toma como punto de referencia la colonialidad del pensamiento expuesta por De Souza (2010), quien señala que para dominar a un pueblo se requiere eliminar sus alternativas de acción mediante la invalidación de sus saberes».
Cuestionar es la clave
A lo escrito por Yuribia puede agregarse que no solo aplica sobre aquello que proviene de pueblos originarios sino, en general, de la ruralidad, del campo, de lo que no entra en sus visiones de «desarrollo» y «crecimiento», en términos capitalistas. Las preguntas que me parecen pertinentes en estos casos son: ¿Qué elementos discursivos utilizan los agentes que enseñan, validan, certifican y juzgan? ¿A qué clase social pertenecen y desde qué posicionalidad se expresan? ¿Trabajan desde conceptos comunitarios y comprenden este eje cultural? ¿Se piensa en la horizontalidad? ¿Replican la desigualdad simbólica y estructural? ¿Qué tanto estos discursos han modificado presentaciones, uso de ingredientes y percepciones en las cocineras y cocineros de diferentes lugares?
Y sí, aunque la cultura hoy en día se mercantiliza más y más entrando en las complejas y variopintas dinámicas de la Etnicidad S.A., como nos dicen los Comaroff en su análisis, cada vez más se entra a la lógica de la propiedad intelectual, de las patentes y del copyright, lo cual tiene sus propias consecuencias en las comunidades como lo han analizado críticamente investigadoras del fenómeno alimentario desde una arista más profunda como el caso de la doctora Renata E. Hryciuk.
En su texto La alquimista de los sabores: patrimonio gastronómico, género y el imaginario turístico en Oaxaca, México en el que analiza la figura de Abigail Mendoza, reconocida cocinera zapoteca originaria de Teotitlán Del Valle: ¿A qué fines políticos, económicos e ideológicos obedece el uso de la imagen de estas mujeres para promover a México como destino de turismo cultural? Y, finalmente, para otras cocineras y cocineros de pueblos originarios que ven en el turismo culinario una oportunidad de mejorar su situación, la de sus familias y de generar desarrollo social y económico en sus comunidades, «¿cuáles son las consecuencias de establecer un sistema de celebridades indígenas?». Importante enfatizar este punto: ¿a quiénes están beneficiando los sistemas de prestigio y usos de lo tradicional?:
«Además, la naturaleza de los procesos de patrimonialización alimentaria en contextos marcados por disparidades socioculturales históricamente determinadas y profundamente arraigadas puede constituir un incentivo para ampliar los modelos occidentales de los estudios del patrimonio alimentario. Al considerar la etnicidad marcada por el género y una perspectiva más de base de los grupos subalternos del Sur Global, este análisis amplía el estudio del patrimonio alimentario, abordando las desigualdades interconectadas ya existentes, así como las nuevas áreas de desigualdad emergentes».
La valía de Abigail no es puesta en duda en lo absoluto, y lo escribo para a quienes se les escapa la comprensión lectora. Lo que se cuestiona es a quiénes les sirven figuras como ella y para qué, así como lo que generan en los entornos. Quienes no son parte de esos contextos y llegan con ideas, imposiciones, premios, concursos, etc. pueden generar problemáticas internas. Pensar en las consecuencias es trabajar éticamente y desde la consciencia.
El desdén que viene de la incomprensión
Les compartiré también una memoria que no olvido porque este tipo de hechos marcaron mi manera de acercarme profesionalmente al mundo gastronómico y provocaron que me inclinara más hacia el enfoque alimentario de manera más amplia pues la incomodidad me hizo moverme. Una persona muy conocida y respetada en el mundo chefcístico calificaba a una cocinera en un concurso en un festival en Guanajuato hace muchos años cuando apenas comenzaban las muestras de cocina regional y no vivíamos la vorágine de hoy en día con sus claroscuros.
En ese momento, yo no conocía a casi nadie en el medio pues era mi primer año en esta labor y nunca he sido de idolatrar, me dan escozor las prácticas y dinámicas de la fama. Me encontraba probando un mole de nuez en uno de los puestos y la cocinera que lo hizo estaba muy contenta y orgullosa de lo que había hecho. Acto seguido, llegó la jueza enfilipinada lo probó y expresó de forma arrogante: «este mole está mal hecho porque tiene trozos de la nuez» y se retiró con desdén, sin más. Si se hubiera detenido a escuchar desde la humildad el uso cultural del alimento tal vez hubiera entendido que así lo consumían, que así les gustaba, con trozos, que las texturas también son categorías culturales que no podemos homologar ni abonar con esto a procesos de desigualdad.
En múltiples clases en la ENAH y el CESSA, charlas y en talleres como Taller común, una de esas iniciativas pandémicas colectivas que nacieron del deseo de seguir en conexión, he expresado mi desagrado a concursos culinarios de personas ajenas a sus realidades y contextos, y en general, a dinámicas que ponen a las comunidades a competir de manera absurda como si hubiera «mejores» o «peores» culturas, «mejores» o «peores» cocineras, «mejores» o «peores» platillos en un mar de subjetividades y prejuicios abismales. Las cocinas responden a territorios y migraciones, a posibilidades e imposibilidades, a cambios, adaptaciones y gustos.
Más allá del habitual «Doña»
También existe una constante infantilización hacia las cocineras, un abuso de patronímicos para nombrarlas (tengo una colección de flyers en los que no se menciona su nombre completo y se les pone siempre en una jerarquía menor que a chefs, con un trato diferenciado, condescendiente, esto solo cambia si les han dado premios o las han llevado como representantes de la «cocina tradicional»), a la alteración de entornos para que parezcan tradicionales (la estética del «buen salvaje» ante los ojos colonialistas), a la subordinación hacia figuras profesionalizadas u hombres, a la apropiación cultural y a la obsesión por la individualidad, como ya lo escribió Yásnaya Aguilar E. Gil en su artículo Tojkx: de cocineros a chefs o la obsesión por la autoría, y un largo etcétera.
Incluso, se esperan de ellas actitudes maternales, dóciles y amorosas, porque cuando alguna es más rebelde o cuestiona los modos y las formas ya no es tan bien vista. Usando el concepto de reproducción emocional como lo explica la investigadora y escritora feminista Alva Gotby, ellas no solo cocinan sino que se les transfiere el deber de actividades cotidianas como preservar, consolar, brindar apoyo y más que son elementos cruciales para el funcionamiento del sistema económico y social, sin que las retribuciones sean equitativas.
Por otro lado, el artículo Apropiación y apreciación cultural en la nueva cocina peruana de la investigadora Belinda Zakrzewska es sumamente interesante ya que nos ejemplifica dinámicas de poder desiguales, en las que las acciones pueden no ser necesariamente malintencionadas, pero no son reflexionadas en términos de desigualdad (y que en México también suceden y mucho):
«La palabra «redescubrir», aunque no siempre utilizada por los chefs, sino también por otros actores del mercado, puede ser problemática, ya que sugiere que algo fue «perdido» o «olvidado», cuando en realidad esas tradiciones han permanecido vivas y activas dentro de las comunidades que las mantienen. Otro punto importante es que en este proceso de “redescubrir”, los productores y comunidades comparten sus conocimientos sin recibir ninguna forma de remuneración a cambio. Esta práctica de extracción de conocimientos para beneficio propio es una expresión de apropiación cultural también, ya que se aprovechan recursos intangibles sin reconocer ni compensar adecuadamente a quienes los poseen y los han preservado a lo largo del tiempo».
Estar en otras cocinas y comedores comunitarios, ya sea de fiestas patronales o no (porque la investigación laica también ayuda y es urgente), permite entender con mayor profundidad que no todo es medido desde los sistemas de prestigio de la visión gastronómica hegemónica patriarcal y machista. ¿Qué seguimos replicando o no quiénes somos parte de la cadena y tenemos incidencia en esto?
Para finalizar, un caso reciente
Cierro con mi cuestionamiento analizando uno de los puntos de la reciente convocatoria Nueva Generación de Cocineras Tradicionales. Puente de sabor entre Francia y México en la que están involucrados diferentes actores de sectores privados y públicos, incluido el Conservatorio de la Gastronomía Mexicana, la Secretaría de Turismo, la CANIRAC y escuelas privadas. Desde el primer momento en el que me llegó la información, sentí algo de ñañaras, esas que me dan cuando algo comunicativamente tendrá un tufillo colonial.
Esto, aclaro de nuevo para evitar que mis palabras se tergiversen, para nada invalida a las participantes que son sumamente valiosas en su quehacer por el hecho de hacer lo que hacen y por la agencia que tienen, repito. Mi crítica es hacia los mecanismos de poder (fácticos y discursivos) de quienes organizan (escuelas, instituciones privadas o gubernamentales, personajes monolíticos, etc.), quienes necesitan replantear sus mecanismos de acción y perspectivas hacia lo social fuera del asistencialismo, la asimetría o el romanticismo.
Por ejemplo, uno de los beneficios exclusivos para las participantes se expresa así: «Intercambio de conocimientos en Francia: Una experiencia única en un restaurante con estrella Michelin en Francia, donde podrá compartir y enriquecer sus conocimientos y los de su comunidad». Pregunta seria, ¿las cocineras enriquecerán sus conocimientos y los de su comunidad por ir a un restaurante con estrella Michelín? Órale, ta potente. ¿Y si invertimos la frase? ¿Cómo se están enriqueciendo (literalmente) los restaurantes con estrellas Michelin, en los 50 Best y cualquier listado prestigioso con los conocimientos e ingredientes de las diferentes comunidades? ¿Hay tratos justos con proveedores y discursos de equidad?
La lógica colonial y del mestizaje dice que las cocinas de los pueblos, y siguiendo el inteligente análisis de la doctora Yuribia, las cocinas de los pobres, en su visión, solo se «enriquecen» si cocinas más poderosas entran en juego, si se «moderniza» o si se «mejora la raza», siguiendo esta frase arraigada en nuestra cultura profundamente racista.
Tal vez soy muy idealista, me gustaría que las búsquedas fueran distintas: que las cocinas profesionalizadas tratarán de comprender esquemas de opresión y desigualdad que se viven en muchos de los lugares de donde vienen las concursantes para a partir de eso, repensar prácticas y gestiones.
¿Por qué las personas mentoras de las cocineras son chefs? Este personaje del mentor viene de la cultura empresarial del coaching y del emprendimiento, del empoderamiento del feminismo blanco. Ciertas prácticas comunitarias se construyen en comunalidad, en una otredad para el bien común. ¿Por qué no fomentar prácticas de igualdad y horizontales de aprendizaje? La cocina no solo existe desde la lógica mercantil.
Claro que es atractivo y emocionante que den como premios viajes, visitas a restaurantes y un largo etcétera, pero repito: el discurso es cómplice de cómo se sigue pensando de ciertas cocinas, de cómo se les observa con la lupa del folklorismo y la condescendencia. «Ven, chava, te voy a empapar de mi finura por un ratito», un meme que diga. No desdeño las herramientas que pueden brindar para el turismo, pero es que desde estas ideas de los unos y los otros, se está creando un ambiente idóneo para más problemáticas, para competencia innecesaria. Este texto no tiene como objetivo un ataque personal sino la intencionalidad de que se piense más en qué se hace, para qué y por qué.
Finalmente, describo una imagen porque la vi en redes y no me pertenece el derecho de compartirla, pero confío en la perspicacia de quienes me leen para imaginarla: cuatro hombres, algunos con toque blanche, calificando en modo Anton Ego, los platillos de las concursantes.
¿Se cuestionaron algo más que el sabor en esas preparaciones o el imperante machismo y verticalidad de sus instituciones? ¿Se preguntaron qué es lo que provocan en el sistema entero cuando le dan a una sola o a unas cuantas los reflectores? Ojalá todo esto sirviera realmente para que las cocinas se valorarán más como son y no solo como una clase social quiere que sean, que sirviera para algo más que el show de redes sociales momentáneo, ya que los territorios tienen problemáticas más importantes que atender para que los platillos sigan existiendo.
Me despido volviendo a decir que ser cocinera es suficiente, digno e importante, y que seguir replicando las diferentes desigualdades no nos hace ver que hay otras herramientas posibles de libertad y resistencia, otras maneras de construir proyectos y lazos, otros sistemas de prestigio lejos del clasismo, el racismo y el machismo. Por fortuna, hay muchísimas iniciativas hermosas que son rebeldes y que nacen en, por y para la comunidad. Expreso mi profundo respeto y agradecimiento a su labor cotidiana.
Foto principal: cocina comunitaria en San Franscisco Cajonos, la tomé en marzo de 2019.