«Es como una piel, por eso me gusta», dice Ana Hernández mientras toca el mapa- olotera con la forma del Istmo de Tehuantepec, su país, entraña y raíz, que es geografía y pieza viva a la vez. Esta obra fue parte de «Doo Yachi», el nombre de su exposición, que pudo verse hasta el 31 de mayo de 2018 en la Galería Quetzalli. Detrás de las 13 piezas que la conformaron hubieron dos años de trabajo intenso y múltiples historias que la definen como creadora (y como istmeña).
Por ejemplo, el desgranador, vital en su cultura, es confeccionado gracias a este ente que es la base de su alimentación: sin este cultivo maravilla no habría totopos, tortillas, gueta bi’ngui’—esa gordita de maíz martajado, con chile, camarón seco y manteca—y muchas más delicias. Si sus tíos llegaban del campo con costales repletos de mazorcas, ese día en su hogar se hacían tamales y chileatole.
«Doo Yachi» significa en zapoteco «hilo dorado» y es, sin quererlo, el motivo de la muestra. Este tono áureo es a la vez una analogía de que eso que se aprecia, de lo entrañable, lo mutable y lo que da identidad. “El oro es importante el Istmo, no como un tema de valor económico sino que tiene un significado de pureza. Está presente y es un bien común”, explica.
Cada objeto le permitió demostrar lo que para ella es “puro” al hablar de materiales y sus posibilidades. El oro va más allá de su característica física de dureza: se le ve en lluvia de papel metálico, en hilos de textiles, en baño de oro para cubrir artefactos orgánicos y hasta en ideas luminosas y reveladoras. Sus creaciones hablan por sí mismas: hay un discurso que refleja un contexto implícito y transparente en ellas.
El Barrio de Vixhana, en Santo Domingo Tehuantepec es su coordenada primigenia. Este lugar vio nacer a Constantina Gutiérrez, su abuela; a Manuela Martínez, su madre; y a ella misma. Ana creció entre hilos y agujas: el oficio de costurera viene de familia, pero ella decidió estudiar artes plásticas, con lo cual continúa construyendo su propia exploración artística.
Ella recuerda que bordó sus primeras flores en uno de los círculos de tela que quedan cuando se corta el cuello del huipil. Se lo dieron en un aro para que ahí practicara. Ella deseaba hacerlo en el bastidor, esa herramienta es usada por quienes ya tienen manos experimentadas, pero aún era muy niña.
“Es muy importante que una mujer istmeña tenga un traje para que en cualquier festividad, en cualquier fiesta del barrio, lo muestre”, cuenta Ana. Su mamá confeccionaba el toque final de estas vestimentas: los cerraba a la medida, pegaba los olanes y hacía los dobladillos. En ese momento había trueque de conocimientos para construir una estética textil.
Al narrar sus anécdotas te transporta a esas mesas donde se aprende observando y hay dialogo. Se platica de todo: de lo que se preparó de comer, de los colores que se usarán en los diseños y hasta de los chismes. La costura no solo es labor femenina: los hombres participan —y no tienen que ser muxes—. Cuando el calor arrecía, las calles sirven de espacio para continuar trabajando y conviviendo
Guie’ Yaachi (I y II) y Nduu Yaachi son el resultado de ese devenir íntimo. La primera obra se compone de dos círculos sobre terciopelo, en tejido de aguja de gancho; la segunda es un muestrario de los diferentes tipos de cadenilla istmeña existentes. El tiempo invertido en este tipo de bordados no se ve como una pérdida sino como una inversión en algo de gala, de respeto y de hermosura máxima.
Ana trabaja con otras técnicas y objetos que no deben olvidarse por su importancia cultural. Una de ellas es la lluvia de papel metálico, que es parte del tocado de la mujer istmeña y que ahora ella representa en forma de cortina. Otros más son los jicalpextles floridos, esa jícara característica en las regadas de frutas y dulces en las velas, y que en «Doo Yachi» se cubrieron con una hoja de oro dándoles otra función.
Las placas de estarcido, tan comunes en su terruño, y que se usan tradicionalmente para delinear las flores sobre el lienzo a manera de “bordado imaginario”, también están en la expo en forma de Tangu yú, apenas distinguibles. Si bien no hay una traducción literal para esa palabra, estas son muñecas de barro que se elaboran en su coordenada natal—y a las que Carlos Iribarren Sierra les dedicó un son—.
Habla en colectivo porque no logró sus obras sola. Incluso, hubo una que trabajó en Teotitlán del Valle y que repitió para poder lograr su meta final, aunque quizá uno de los objetos más impresionantes de la exposición es la que se logró con el corozo, esa planta de forma ovalada que usa para los ornamentos de Semana Santa. En este caso, se transfiguró cuando se cubrió de cerámica de alta temperatura y se vistió de este matiz brillante.
«Doo Yachi» ha hecho que Ana reafirme en lo que es y quiere seguir siendo. Su mamá emigró a Estados Unidos, pero ella quiere seguir pensando en el Istmo, en Oaxaca y creando desde adentro. Incluso, se sigue empapando más y más del zapoteco, esa lengua poética de sus abuelos que ella no habla, pero entiende. “Si quieres buscar la originalidad de algo hay que irse a la lengua”, opina.
Si no lo hablas no te puedes reír de los chistes ni participar en ese intercambio inmediato de conocimientos. “No les llamo artesanas ni bordadoras a las personas con las que trabajo, son mis hermanas. Aprendes de ellas y te enseñan. Aunque son muy rudas, eso es lo que define a la mujer istmeña: tiene su palabra y que hay que respetarla”, explica.
En su tierra los oficios son muy importantes. “Cada casa tiene uno”, expresa. Piensa que los jóvenes no solo deberían estudiar carreras como medicina o contaduría, sino que podrían ir con los talabarteros, las bordadoras, las cocineras, los panaderos y más para aprender eso que es de los suyos para que no se olvide
La cartografía personal de Ana, que es palíndromo, se traza gracias a las mujeres de su familia y de su pueblo. Su inspiración es lo habitual, lo afirma siempre. Comer pescado al horno o tomar un moto taxi para vagar y apreciar la belleza de lo cotidiano son muestras del verdadero «Doo Yachi» que la sigue tejiendo.
Sigue el trabajo de Ana en Instagram: @hernandez.ana.hernandez
El original de este artículo se publicó en el impreso de la revista Arrecife (ahora Idílica Magazine) en junio de 2018. Lo edité para su versión web.
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