Actualmente, ese canto se entona en cada acto protocolario o partido de fútbol con júbilo, sin pensar mucho sobre el nombre que lleva, pues en realidad, la relación con Marsella, la ciudad menos francesa de Francia, está polarizada.
Argelinos, italianos, latinoamericanos, marroquíes y tunecinos son parte del crisol marsellés en el cual convergen diferentes nacionalidades. Ella se forja poco a poco, una identidad nueva, a sabiendas de que es la ciudad europea con el mayor número de habitantes de origen musulmán. En 2013 se le nombró Capital Europea de la cultura con el fin de darle otros bríos y una imagen lejana al desempleo y la delincuencia.
Marsella tiene fama de rebelde y también es la capital de la región Provence-Alpes-Côte d’Azur, en la cual no faltan las delicias multiculturales. La sofisticación es polisémica, y un pan tunecino es tan fino como un tropézienne. La oferta culinaria en la Provenza habla tanto el francés como el árabe.
Hay lugares que cambian más rápido que otros y Marsella es así. Esa idea de mutación constante continúa intacta hasta en el ámbito culinario, ya que se conoce mundialmente a la bullabesa, su platillo caldoso con azafrán, erizo de mar, langosta y otros mariscos, como se encuentra cous cous por doquier. La identidad también se conquista a través del paladar y ambos paradigmas gastronómicos conviven en un mismo puerto.
Para comer bullabesa en sitios con paisajes espectaculares —y para presupuestos más altos— hay dos restaurantes: Le Petit-Nice, del chef Gérald Passédat (17 Rue des Braves) y L´Epuissette (Vallon des Auffes), de Guillaume Sourrieu. Ambos son importantes referentes gastronómicos y buscan esa frescura de la materia prima de su terruño para transformarla en efímeros mensajes que se acaban bocado a bocado.
El restaurante marroquí Safsaf (29 rue Vincent Scotto) es un popular sitio para comer cous cous con pollo o cordero acompañado de un té verde con piñones o menta. Este guiso ejemplifica una forma de adecuación de las diferentes culturas árabes y africanas en Marsella —y en otros lugares de Europa—. Es parte de la dieta cotidiana e incluso se ve anunciado en el menú del programa Weight Watchers en la publicidad callejera.
Otro sitio no francés es el restaurante tunecino En Nour (11 rue de l’Académie). Una de sus recetas imperdibles y poco conocidas es la mulukhiyah, un potaje espeso que se elabora con res y yute, una planta mucilaginosa con sabor amargo. Una más que es muy rica es el tajine, un guisado con verduras, pollo, limón amarillo y diferentes especias. Y el ayran es una bebida salada hecha con yogurt y agua muy refrescante que acompaña la abundante, nutritiva y económica comida.
Para ver la vida cotidiana de Marsella conviene dar un paseo por las mañanas en el Vieux Port, donde los pescadores y sus esposas anuncian que hay pulpo, merluza, camarones y otras especies marinas frescas. Al fondo, el emblemático Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo (7 Promenade Robert Laffont) muestra una orgánica estructura tan libre como la urbe, que es obra del arquitecto francés de raíces argelinas Rudy Ricciotti.
Si buscas postres y un paseo por la nostalgia, La Cure Gourmande (19 La Canebière) es una tienda en la que se venden dulces y bizcochos franceses de antaño, como las naviettes, unas galletas provenzales con naranja, lavanda o nuez; las aceitunas con chocolate y almendra, de diferentes variedades mediterráneas como las picholines o las tanches; los berlandises, unos dulces con centro de mermelada, originarios de Balaruc-les-Bains; los toffees de chocolate y avellana, café, piñón, uva moscatel o chocolate con naranja; o los mendiants, unos discos de chocolate con pistaches, nueces, arándanos, entre otros. Las cajas metálicas en las que se guardan estos dulces placeres son parte del encanto.
A no más de dos horas hay tres ciudades vecinas a las que se llega en tren desde la estación Marseille-Saint-Charles: Aix en Provence, Nîmes y Avignon. En ellas existen diferentes sitios en los cuales se confirma la pasión francesa por lo artesanal y lo único. Esa necesidad de ofrecer preparaciones meticulosas y experiencias únicas no es gratuito, sino que se manifiesta como una especie de orgullo que se ama y se cuida.
Esa caótica seducción marsellesa es contraria al encanto casi inmaculado de Aix en Provence. La ciudad, que está a media hora de Marsella, parece un gran centro comercial, diseñado cuidadosamente, más ad hoc para el viajero que busca el glamour de las tiendas de diseñadores italianos y cadenas de ropa españolas y suecas que homologan el look de los jóvenes –y no tanto.
La modernidad y la oferta para el consumo y la moda se integran al pasado y al patrimonio en Aix, como la Catedral de Saint- Sauveur, un Monumento Nacional de Francia que incluye elementos de diferentes momentos de la historia, como sus grandes columnas romanas, sus fachadas y cúpulas góticas y neo góticas, sus cuadros del siglo XVI de Nicolas Froment y algunos tapices de Michel Mazarin del siglo XVII.
Al buscar delicias para el antojo la recomendación de los habitantes es la Confisserie du Roy René (13 rue Gaston de Saporta), que se especializa desde 1920 en la meticulosa elaboración de los calissons, dulces de Aix por excelencia. Este rombo de sabor concentrado se conforma por dos obleas caramelizadas que van rellenas de una pasta de almendra con confit de naranja y melón provenzal. Tienen sus versiones alternas llamadas califruits de violetas, higo o limón. Ahí también se venden cajitas de metal decoradas con la pintura del Mont Sainte-Victoire de Paul Cezanne o motivos art déco para hacer más estético el acto de la degustación.
Las tiendas gourmet abundan y en cada calle del centro hay lugares para comprar tapenades, una preparación mediterránea de olivas machadas con ajo y hierbas, así como licores de lavanda, pastis y calissons. Una muy especial es Épicerie Provençale (23 rue Bédarride) en la que se encuentran aceite de oliva o de trufa, tapenades de anchoas, aceitunas verdes o negras, flor de sal, azafrán, licor de lavanda y berlingot de Carpentras, un dulce de frutas.
Sin macarons, no hay paraíso. Estos postres se exhiben como si fueran preciadas joyas en la boutique Jean-Charles Meresse (9 rue Marechal Foch), en donde se ofrecen desde variedades dulces, como los de rosas con lichi, arándano y violeta o limón, hasta las saladas, como los de foie gras y confit de cebolla y de salmón con eneldo y hueva de trucha. Sabores para paladares valientes y bolsillos despreocupados.
Alguna vez el puente de Avignon medía 900 metros. Era tan largo que cruzaba el sur de Francia, y aunque su distancia se acortó considerablemente, sigue siendo un gran atractivo de la ciudad, que está a una hora de Marsella.
El leitmotiv de muchos turistas en este sitio es el Palacio de los papas, justo al centro de la Place du Palais. Este recinto que es Patrimonio de la Humanidad fue sede de la residencia papal durante gran parte del siglo XIV. Su exterior e interior son impresionantes y esas vistas desde su mirador hacen sentir poderoso a cualquiera.
Pero para el comelón puede ser más atractivo ir a Les Halles (Place Pie), un mercado muy valorado por sus habitantes, pues su misión ha sido siempre ser un centro alimentario artesanal en la ciudad. Su primera versión se construyó en 1889 y la actual data de 1974.
Uno de los puestos estrella es La Maison du fromage, un auténtico paraíso quesero. Más de 70 variedades de quesos de leche de cabra, oveja y vaca, con diferentes maduraciones, hongos y técnicas, que han pasado de generación en generación.
Algunos de los tantos manjares que ahí se venden son el Picodon, que tiene sus variantes en toda la región provenzal; el Saint- Maure de Tourraine, originario de Indre y Loira; el Laouïs, elaborado en la montaña de Col du Soulor en los Alpes; o el Tomme, oriundo de Savoie. Acompañar estos lácteos con alguno de los vinos que venden en el local Le 20 des Halles, con una oferta amplia de vinos de Côtes-du-Rhône, es un plan perfecto que cumple con el maridaje queso y vino francés.
Los pescados y mariscos no pueden faltar en la dieta mediterránea, y el local Marée Provençale ofrece manjares marinos como las tellines, unos moluscos locales, las ostras especiales de Guillardeau, así como rapes, vieiras, camarones, langostinos, cabrachos y más de la pesca fresca del día.
Otro local que es parada obligada es la panadería Au Panier Provençale, en la que se encuentra desde una baguette artesanal hasta pan de cacao, un pan campesino o una baguette con semillas. Su panqué de pistache con frambuesas y sal de mar es una de sus inolvidables especialidades, y el petit pain d´épices es otra cuidadosa muestra de que los sabores intensos son muy valorados en este país.
Si se va en fin de semana, la iniciativa de La Petite Cuisine des Halles se realiza cada sábado y consiste en que cocineros locales y de urbes cercanas preparen un menú a costos accesibles. También pueden tener platillos especiales de productos de temporada, como hongos y trufas.
Nîmes se localiza a 30 minutos de Marsella y todo el paseo por ella es un viaje sincrético. Es la única de la anteriores que no está en la región de Provence-Alpes-Côte d’Azur, sino en Languedoc-Roussillon.
Tendences Lisita, antes conocido como Le Lisita (2, boulevard des Arènes), es un bistrot con una ubicación privilegiada frente a la Arena romana, un monumento característico. Tanto el tímido chef Olivier Douet como el sonriente sommelier Stéphane Debaille lo atienden diariamente ofreciendo menús gourmet a un costo accesible –que incluyen entrada, plato fuerte, vino y postre, hasta especiales más elaborados, como el de trufa, en temporada, de noviembre a marzo.
La historia de este sitio es curiosa: fue reconocido en 2006 con una estrella Michelin, pero en 2011 Douet decidió renunciar a esa distinción, que conlleva muchos gastos y presión de por medio, para transformar su restaurante en una brasserie. Más vale una decisión honesta a repetir la desafortunada historia de Bernard Loiseau, que se suicidó por tanta presión para mantener ese prestigio.
Para una vivencia completa basta caminar después de la comilona hacia los Jardines de la Fontaine, en donde se juega petanca, un juego en el que se lanzan bolas metálicas hacia una pequeña bola de madera, lanzada anteriormente por un jugador, con ambos pies en el suelo. Una imagen tan provenzal como la clásica del marinero con camisa de rayas y boina.
Con este paseo en Marsella hacia tres de sus ciudades vecinas se comprueba la tesis de que en Francia hay mucho más allá del paradigma París y el de la bullabesa, pues existen variopintas alternativas para comerse estas ciudades con los ojos y el paladar.
Este artículo se publicó en el impreso de la revista El Gourmet México en julio de 2014 y fue editado para la publicación en este sitio web. Todas las fotos son de Mariana Castillo.